2007/04/18

El Pekinazo y los taxis

Hoy he presenciado cuatro hechos que me han despertado del “Pekinazo” , el efecto que me ha impedido escribir en el blog durante el pasado mes y medio. El Pekinazo, como lo llama el agregado comercial de la embajada española en Pekín, es el síntoma depresivo que sufre el recién llegado a la capital china, justo después de un período de euforia inicial. El efecto empieza cuando uno comprende que tendrá que quedarse a vivir aquí durante más de dos años, y entiende que lo que lo rodea, una inmensa ciudad destartalada y sucia, llena de tráfico y de chinos que hacen ver que saben hablar inglés, no va a cambiar en breve.

Antes de explicar los hechos que me han hecho despertar del Pekinazo, pongo un ejemplo claro de cómo Pekín, donde coger un taxi puede convertirse en una pesadilla, puede acabar con la paciencia de un santo.

Hace tres semanas, el presidente de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Mohammed el Baradei, que acababa de llegar a Pekín de un visita a Corea del Norte, dio una conferencia de prensa improvisada en el hotel Kempinski. Para llegar a tiempo, Cristian y yo tuvimos que coger un taxi. Teníamos prisa.

El primer taxi al que subimos conducía dando golpes cortos y secos con el pie en el acelerador, y avanzaba a menos de 10 km/h. Al cabo de 10 minutos, sólo habíamos conseguido llegar hasta el Carrefour de la esquina, y Cristian y yo estábamos mareados como sopas. Nos bajamos, pagamos los 10 yuanes de tarifa mínima, y paramos a otro taxi. Después de ver como el conductor le daba diez vueltas al mapa e intentaba leer la tarjeta de visita del hotel Kempinski del revés, poniendo cara de circunstancias, decidimos bajar, porque el hombre, que parecía recién llegado del campo, no sabía ni leer.

Paramos a otro taxi, cuyo conductor pareció entendernos a la primera, y nos adentramos en el espantoso tráfico del tercer cinturón, en dirección al norte. Eran las 7.30 de la tarde, hora punta en Pekín. La conferencia estaba programada para las 8pm y era casi seguro que llegábamos tarde pero confiábamos que el taxista nos dejaría en la puerta del hotel. Cuando el coche se detuvo, Cristian miró por la ventana y gritó algo muy desagradable, ahora no recuerdo qué. Nos habíamos parado delante de un hotelazo, pero no era el Kempinski, sino el Radisson. El portero, vestido con levita, nos abrió la puerta, pero nosotros no queríamos bajar.
- “We want to go to Kempinski hotel!!” – gritó Cristian, mientras yo miraba por la ventana, aguantándome la risa.

El chico, que por suerte hablaba inglés y nos entendió, le pegó un chillido a nuestro taxista. Debió decirle algo así como “capullo, que quieren ir al Kempinski”. Los chinos se insultan mucho entre ellos, nos comentó nuestra amiga Angela, una canadiense de origen hongkonés que todavía no se ha acostumbrado a que su novio chino la insulte por teléfono o mientras tienen una cena romántica.

Nuestro taxista, claro, se enfadó con el portero del Radisson y se largó refunfuñando, sin fijarse muy bien por dónde conducía porque, en lugar de meterse por el carril de salida del hotel, se metió por el contrario. Un autobús cargado de turistas que quería entrar al hotel empezó a pitarnos, mientras el oficial de seguridad agitaba la banderita roja, de esas que utilizan para regular el tráfico, de arriba abajo, por delante del cristal frontal de nuestro taxi. Cristian hablaba solo en el asiento de atrás y yo estuve a punto de bajarme a tomar un club sandwich en el hall del Radisson, que resplandecía gracias a las miles de lámparas de cristal encendidas en su interior.

Al final llegamos media hora tarde al Kempinski, pero la rueda de prensa no había empezado. Cuando llegó El Baradei, Cristian y yo ya estábamos sentados en primera fila, con el boli y la libreta en mano.

A.

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